Dulce cerveza
Ander Martínez Resano


He salido quince minutos antes de lo normal, porque hoy me apetece ir andando. El sol que sale entre las nubes ha conseguido ahuyentar mis bostezos y en cinco minutos la sensación de sueño se ha desvanecido. A menudo salgo con prisas y apenas puedo despejar la cabeza un poco antes de empezar a trabajar, y no me gusta sentir que salgo de la cama para empezar la jornada teniendo todavía los ojos medio cerrados. Aun así a menudo me dejo seducir por la pereza, aunque sepa que es una aliada que me engaña. 
El día parecía claro en un principio, pero pronto se nubla, y cuando apenas llevo diez minutos caminando empieza a llover. Todos seguimos, nadie para. La mayoría empieza a avivar su paso, mientras que unos pocos seguimos igual. Tan solo procuramos aprovechar los pequeños cobertizos que crean los tejados y algún que otro porche. Cada vez la lluvia cae con más fuerza, y el ruido de fondo ya empieza a llenarlo todo. Miles de gotas de agua que se susurran entre ellas al sumergirse en los pequeños charcos que se van formando. Yo sigo por la acera acurrucado lo más posible a la pared, mientras una señora se acerca en dirección contraria. Incapaz de variar su rumbo tengo que salirme de la acera, e inmediatamente noto mi pie empapado. Siempre hay un charco que no sueles ver en este tipo de días. La mujer ni se inmuta y sigue adelante, mientras agarra con fuerza su paraguas. Me irrita que la gente sea tan egoísta. Seguramente no se habrá dado ni cuenta de que el tejado era mi paraguas. A estas horas generalmente cada uno camina pensando en sus cosas. Planeando un día que está a punto de comenzar.
 Veinte metros más adelante me encuentro ante la misma situación. Ya no quiero mojarme más, y me paro pegado a la pared. Esta vez es un hombre de unos cincuenta años y me mira con desprecio al pasar a mi lado por la carretera. ¿Acaso no se da cuenta de que tiene paraguas? De todas maneras sigo con el pie calado de mi anterior encontronazo. Ya ves, he esperado a mojarme para decidir no volver a hacerlo más. Creo que la próxima vez que llueva empezaré por el segundo paso. 
Por fin llego a mi parada de metro. Mucha gente pasa por aquí todos los días, aunque solamente unos pocos permanezcamos presos durante unas horas. Nunca hubiese dicho que querría formar parte del grupo de limpieza urbana de metro, pero aquí estoy, y podría decir que soy feliz haciendo lo que hago. Sé que no fue así desde un principio, y por ello me resulta más gratificante ahora. Comencé hace dos años, empujado por una imperiosa necesidad económica. El sueldo no es gran cosa, pero me permite cubrir mis gastos y ahorrar un poco de cara al futuro. Al principio tan solo me limitaba a limpiar. La gente pasaba a mi alrededor incesantemente, pero yo estaba solo, evadido del entorno que me rodeaba. Tan solo intentando pasar desapercibido. Y mientras barría los sucios suelos de las estaciones, no me resultaba difícil. Nadie se detiene a hablar con el barrendero. En cierta manera sufría un complejo de inferioridad ante ellos. A muchos los veía elegantes, recién aseados e incluso sonrientes de camino a un supuesto trabajo, seguramente mejor que el mío. Mientras tanto yo me veía con mi uniforme fosforito con franjas reflectantes y sucio de vete a saber qué, limpiando lo que cualquiera que bajaba allá ensuciaba.
Pero todo empezó a cambiar el día en el que empecé a escuchar más allá de mis pensamientos. Todo el mundo decía algo, aun sin necesidad de hablar. Y muchas veces la primera impresión que me causaba alguien, no era más que eso, una impresión. Un pequeño disfraz que engaña a los ilusos que renuncian a la esencia. Diría sin equivocarme demasiado que la mayoría de la gente necesitamos que los demás nos vean bien, por mucho que por dentro estemos a punto de reventar. Yo antes también era así. Siempre intentando ofrecer mi mejor cara. Largas sonrisas cortas de sentimiento. Pequeñas falacias dentro de una persona truncada con su propia vida. 
Y si algo he conseguido aprender durante estos años es a sentirme bien tal y como estoy. Sin renunciar a nada nuevo, pero apreciando lo que vivo. La imagen que percibía de mi mismo en un principio se ha convertido en la de una persona más que se reúne bajo estos nauseabundos túneles. Capaz de sonreír sinceramente y de mirarse al espejo con orgullo y respeto.
 Incluso puedo decir que de alguna manera después de trabajar aquí adentro un metro me resulta inquietante. El juego consiste en que no te subes a cualquiera. Coges el que te ha tocado, por el motivo que sea. Porque saliste tarde, o quizá demasiado pronto, porque te equivocaste de camino, te entretuviste comprando algo para beber, te fumaste un cigarrillo antes de entrar, te preguntaron algo, compraste el billete, saltaste la valla sin pagar, lo oíste y llegaste corriendo, fuiste deprisa, o despacio… pero ese metro no espera a los que llegan tarde, ni llega antes si sales pronto. Únicamente tiene el don de juntar por unos minutos a los que si que subieron a él. Y aunque parezcan iguales, cada metro es diferente. Siempre lo es.
Vistos fríamente tan solo son unos ocho vagones comunicados entre si, que reúnen a todo tipo de personas. Pero cada una de las que está ahí, es un libro lleno de pequeñas historias por descubrir. Una pequeña fuente de sabiduría. Distintos enfoques en diferentes vidas que trascurren a la vez. ¿Quién no ha escuchado alguna vez una conversación ajena, y ha conseguido captar su atención? Y notas como la inquietud de seguir escuchando se apodera de ti, pasando desapercibido, pero escuchando. 
Ahora mismo me podría pasar horas describiendo a diferentes pasajeros que captaron mi atención. Y de la mayoría de ellos he aprendido algo, de alguna manera. Debido a pequeños detalles bien por su forma de comportarse, su apariencia, sus conversaciones… algo que me llamo la atención, y que tras ocho horas de trabajo en las que puedo darle la vuelta mil veces en la cabeza, me ha llevado a alguna conclusión valiosa para mi propia vida. De un hombre trajeado aprendí que muchas veces un buen sueldo se refleja en una cara triste. De un padre y su hijo que la sabiduría se aprecia con los años. De una joven que hablaba sin cesar por el móvil que cada vez estamos más solos. De un vagabundo, que la soledad muchas veces es necesaria pero resulta mortal cuando no estás preparado. De una pareja de amigos que no puedes tratar de cambiar a alguien y que debes querer a las personas tal y como son para sentirte bien a su lado. De una pareja de ancianos que el amor debe ser algo diario, y que los que lo perdieron probablemente se olvidaron de la meta en el camino. De unos músicos que la vida puede ser miserable y grandiosa a la vez. De un joven deportista que la buena suerte debe buscarse, y que los sueños no los trae el viento. De una prostituta, que el amor materno no conoce límites. De un economista estresado que muchas veces pequeños problemas los convertimos en el centro de nuestra desdicha. De un turista ricachón, que el tener mucho dinero hace feliz a los que se conforman con poco. Aprendí de las rosas marchitas de una mujer joven que la vida es cambio, pero que puede seguir siendo igual de hermosa. De un niño, que la bondad es innata. De un ciego que la vista engaña a los que confían en ella… y sobre todo aprendí que ser feliz resulta ambiguo. Demasiado como para reducirlo a una sola palabra que ni siquiera logro comprender. 
Con tanta reflexión se me ha echado el tiempo encima otra vez. Tan solo me quedan quince minutos para acabar de limpiar este andén e irme a casa tranquilo, andando. Por la ropa seca de los que están esperando el metro diría que ya no llueve. Sigo barriendo procurando no molestar a nadie. Un poco aquí, otro poco allá… los del turno de noche son los que se encargan realmente de limpiar a fondo. Nosotros simplemente debemos hacer que los demás no perciban la suciedad, y por eso solo nos preocupemos de limpiar aquello que más se ve. La semana que viene los turnos rotarán y me tocará a mi. En un principio prefería el turno de noche, pero como ya he dicho me he acostumbrado a estar rodeado de gente que viene y va. Creo que es mejor así. Hay personas que me obstaculizan, que me ponen de mal humor, otras que a veces me preguntan algo, alguna que me sonríe… me hacen sentir vivo. A la noche sin embargo, estando solos todo se resume a la indiferencia que me causa el lugar y muchos de mis propios compañeros. 
Creo que el único que merece la pena es Joan. Un joven veinteañero que vino a parar aquí en busca de un sueño que poco a poco va dibujando. Quizá sea un poco inmaduro todavía, y seguro que sus padres le dijeron lo mismo al marchar, pero creo que es de las pocas personas que he conocido que sabe vivir. Pasamos horas hablando entre bolsas, colillas, latas y demás porquerías que la gente no tuvo tiempo de arrojar a la papelera antes de llegar aquí. Él siempre me cuenta que no se imaginaba acabar así, pero que el hecho de vivirlo ya forma parte de su sueño. Pase lo que pase. Me gusta cómo piensa ese chico. Su mirada viva, su impaciencia, su coraje. Pero sobre todo su capacidad de llevar a cabo todo lo que piensa que forma parte de su vida, siempre sin ser algo definitivo. «Cada meta me descubre mil caminos» me suele decir mientras sonríe. Da gusto conocer a gente tan despierta en medio de la oscuridad que nos rodea. Otra vez me dijo: «Mi vida es como una dulce cerveza. Dulce en el sentido de que aún siendo amarga, a mi me resulta agradable, placentera. Y tengo ganas de bebérmela y disfrutar, aunque en un principio su sabor resulte amargo, molesto. Porque para mí, la cerveza siempre acaba siendo dulce». Aún así, de vez en cuando lo noto triste. En el fondo tal vez tan solo sea un joven que extraña su tierra y su gente. Eso siempre forma parte de cada uno de nosotros, y lo recordamos con nostalgia en la lejanía, como extrañamos nuestros deseos cuando no se cumplen. Aún así creo que en el fondo está contento, y me alegro de tenerlo a mi lado.
El zumbido de un metro retumba tras uno de los túneles. Miro el reloj y ya he regalado cinco minutos de trabajo. Curiosamente a mi alrededor no hay nadie esperando. Ni siquiera Joan. Creo que en estos dos años es la primera vez que ocurre, no sé qué pasa. Se detiene lentamente y abre sus puertas. «Pipipipipi». En tres segundos las puertas se cerrarán. Dos, uno… entro de un salto sin detenerme a pensar en nada, como empujado por algo. Las puertas se cierran a mi espalda y miro a un lado y luego al otro, siempre al otro… 

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