La misma orilla

Carlos Bajo Erro


Una luz anaranjada iluminaba regularmente la cara de Aritz. La brasa del cigarro actuaba como un faro en cada una de las caladas. En esos momentos de claridad, la luna se reflejaba en sus ojos marrones. Una enorme luna llena que, suspendida a unos centímetros del horizonte, dibujaba perfectamente la línea que separa el manto negro del mar en calma y el cielo gris oscuro salpicado de pequeñas luminarias. Aritz miraba fijamente aquella luna, como hipnotizado. Rítmicamente se llevaba el cigarro a los labios sin apartarle la vista, vigilante, desconfiado. Aquella situación siempre le había provocado una especie de extraña atracción, le daba una sensación apocalíptica. La luna, ilargi, para él siempre había significado la “luz de los muertos” (hil, muerto; argi, luz) y el mar oscuro en calma, que hacía que el barco se meciese ligeramente, despertaban sus recelos. Para muchos aquella imagen guardaría una extremada belleza. Una fotografía de postal. Pero Aritz había aprendido que no se podía confiar en esas aguas calmas, sabía que no podía bajar la guardia.
En la cubierta no había nadie. Reinaba un silencio sólo roto por el constante chapoteo de la pequeñas ondulaciones contra el casco. Aquel clima de tranquilidad absoluta aumentaba su escepticismo. Quizá estaba a miles de kilómetros, quizá la latitud era otra, pero Aritz siempre había tenido la impresión de que aquellas aguas eran las mismas. Las mismas que escondían a la bestia. La bestia que espera oculta, traicionera, al acecho a que el pescador se confíe, a que baje la guardia. La bestia que hace que, de pronto, en unos segundos un golpe rápido de mar, ponga la quilla mirando al sol o la luna, la que engulle al marinero, lo sepulta bajo esas mismas aguas, bajo ese mismo manto de apariencia tranquila que en la emboscada se convierte en una losa pesada e insuperable. La que muchos años atrás se había llevado al abuelo y la que después, también, atrapó al padre como en una macabra tradición familiar. A pesar de ello, Aritz no había podido separarse del mar, sentía la atracción que le llevaba a convertirse en vigía, siempre atento, desconfiado. Él se había revelado, debía romper aquel rito. Y el pequeño Ibai no iba a pasar por lo mismo. Ibai sería el primero de una nueva costumbre familiar de sobrevivir que él mismo iba a inaugurar.

Mamadou estaba tumbado de lado sobre una madera y notaba la humedad a través de la ropa. Mantenía los ojos cerrados porque sentía que la cabeza le iba a estallar e incluso un simple parpadeo le provocaba unos tremendos pinchazos en la base del cráneo. Le gustaría haber podido dejar de respirar para que ninguno de sus músculos tuviese que moverse, pero no era posible. Sentía como si todo en su interior se hubiese desbaratado. Le dolía el estómago, le ardían los pulmones, notaba calambres en los músculos de las piernas y de los brazos y aquél zumbido en la cabeza que no paraba. Tenía sueño, hambre y sed, y a la vez se encontraba azorado, nervioso y el estómago le daba tantas vueltas que las nauseas hacían que todo su cuerpo se estremeciese. Hacía más de doce días que habían salido desde una playa cercana a Elinkine, en el sur de Senegal; por lo menos cinco, que una tormenta había provocado que la mitad del pasaje cayese al agua en medio del océano; y por lo menos dos, que se estropeó el motor y navegaban a la deriva, sin rumbo y, prácticamente, sin esperanza. 
La noche era templada, pero Mamadou ardía, había pasado demasiadas horas expuesto al sol. El mar estaba en calma, había dado una cierta tregua a la pequeña embarcación, como si estuviese queriendo mofarse de sus tripulantes ahora los mecía mansamente, pero el joven no podía dormir. Poco a poco había adoptado la posición fetal, ahora sus rodillas tocaban su pecho. Así se sentía más seguro, parecía buscar la certeza de que todos sus órganos estaban en su sitio y bajo la protección de su corazón, el único que, de momento, continuaba funcionando sin desfallecer.
Venciendo la sensación de mareo y la despiadada punzada en la nuca, Mamadou abrió los ojos y miró alrededor sin mover la cabeza. La piragua tenía un aspecto desolado. Era como el escenario de un naufragio, pero la embarcación todavía estaba a flote. Por todo, los pasajeros tumbados o sentados guardaba silencio, como si pretendiesen que el destino fatal no se percatase de su presencia. Unos pensaban que podían burlarlo, cerrando los ojos, fingiendo estar muertos, con el deseo ciego de sobrevivir. Los que mantenían los ojos abiertos, miraban al horizonte, con la vista perdida en el cielo claro que iluminaba la enorme luna llena. Todos estaban allí y todos estaban ausentes. Mamadou, sin embargo, intentaba blindar la parte de su mente en la que mantenía la esperanza. No podía creer que el mismo mar que durante generaciones había dado de comer a su familia, pudiera ahora truncar los sueños que todos habían depositado en él. Esa era precisamente la confianza que le había llevado a embarcarse en esta travesía sin garantías.
Muchos de los que estaban a su alrededor eran hombres de tierra adentro, era normal que estuviesen asustados, nunca se habían encontrado tan lejos de la costa y quizá no eran conscientes de los riesgos, pero él sí. Mamadou era un hombre de mar como lo había sido su padre y el padre de su padre, su hermano y sus primos. Precisamente, uno de ellos, Assane, seguramente seguía la piragua desde el fondo del océano, velando su viaje, preocupándose de que no le pasase nada. Él había sido el protagonista de la peor experiencia que había vivido en todas sus salidas de pesca. El día en que todos los cálculos habían fallado, Assane y su padre iban en la embarcación con Mamadou y el suyo. El padre de Mamadou siempre repetía que cada vez era más difícil volver a la playa con la piragua llena de pescado, ahora tenían que adentrarse durante horas para hacerse, apenas, con un puñado de peces. Aquella vez se alejaron más de la cuenta. Se les hizo de noche y les pilló una tormenta. Mamadou era muy joven y apenas lo recordaba, sólo podía acordarse de que en un momento, tras el golpe brutal de una ola, su padre había tenido que agarrar a su tío, el padre de Assane, para evitar que saltase por la borda. Al chico, de la misma edad que Mamadou, lo había arrastrado el mar, lo engulló y no pudieron hacer nada. Mamadou recordaba la mirada de su tío perdida en el mar durante toda la travesía de vuelta y el silencio pesado que reinaba en la piragua. Como el de ahora. Mamadou pensó que quizá era el silencio que acompañaba siempre a la muerte y trató de espantar esos pensamientos. Su esperanza empezaba a tambalearse. 

Aritz tiró la colilla del cigarro al suelo y la pisó sin apartar la mirada de la línea del horizonte. Cuando llevó a Ibai hasta sus pensamientos, el niño consiguió ahuyentar los fantasmas. Sólo el pequeño lo lograba. Ahora era la sonrisa infantil la que llenaba por completo su mente y pensó que la próxima vez que saliese tenía que coger la cámara de fotos para poder llevarle esta fantástica imagen de la luna llena en una noche clara a su hijo. Esto es lo único bueno que le iba a arrebatar alejándole del mar. La satisfacción sustituyó a la desconfianza en el brillo de los ojos de Aritz, cuando se giró para volver a su camarote. Antes de regresar al interior del barco dedicó una última mirada al océano cargada de desdén, de suficiencia, de una cierta sensación de triunfo. Fue entonces cuando la claridad de la luna dibujo una extraña sombra en medio del mar y Aritz sintió un escalofrío que le llevó a buscar unos prismáticos. 
En unos segundos corrió a explicárselo al capitán:
—¡Tenemos que ir a buscarlos! ¡Estoy seguro de que es una patera no se ve a nadie y el motor está apagado, pero puede ser que necesiten ayuda!
—Joder ¿Qué estás diciendo? Si no se ve a nadie es que no hay nadie. No tengas tanta prisa –le contestó el capitán, un hombre menudo, frotándose los ojos.
—Venga, vamos a acercarnos, creo que sí que hay alguien –suplicó Aritz.
—Mira si hay alguien peor me lo pones. Nosotros estamos aquí para pescar. Si hay alguien en esa barca sólo nos van a dar problemas. Y problemas, significa no pescar. Tú tienes una familia a la que alimentar, ¿verdad?, yo también –contestó serio.
—No me jodas, tío –Aritz había cambiado su mirada y ahora se mostraba desafiante–. Sabes que para nosotros las cosas no funcionan así. No podemos dejar un barco con problemas a la deriva.
—No es un barco y punto –dijo firme el hombre pequeño–. Es una patera y si hay alguien nos van a joder. Por la mañana llamaremos y daremos la posición de algo que no sabemos qué es.
Aritz le mantuvo la mirada. Le miraba a los ojos reprobador:
—No podemos dejarlos, tío. Lo sabes igual que yo. El mar es así.

Nadie se movió en la piragua de Mamadou cuando les alumbró el foco. Los hombres que había en el barco que les iluminaba gritaban. Mamadou abrió los ojos, pero las fuerzas le habían abandonado y ni siquiera podía hacer un gesto que mostrase que estaba vivo. En el barco pesquero Aritz se movía de un lado a otro nervioso, estaban apenas a cinco metros de la barcaza. Un compañero continuaba sujetando una luz que enfocaba a la embarcación. El capitán gritaba a los que estaban en la piragua que no se moviesen, que iban a acercarse para que pudiesen subir. En apenas unos segundos la oscuridad de la noche lo envolvió todo. El barco empezó a mecerse con mayor violencia y de pronto, el cuerpo de Aritz quebró estrepitosamente el reflejo de la luna llena en el agua.
El ruido tensó todos los músculos de Mamadou. Cuando se incorporó sintió que la vista se le nublaba, pero le movía una fuerza que no podía controlar. Como hipnotizado se acercó a la borda y saltó. Durante esos segundo, Mamadou sólo pensaba que tenía que ayudar a Assane. No sabía de dónde le venían las órdenes, pero tenía la misión de rescatar a su primo, de volver a arrebatárselo al mar. Volvió el silencio mientras los tripulantes del barco pesquero y los de la piragua miraban asomados a la borda el reflejo de la luna llena que en unos segundos eternos había recuperado la calma. De nuevo el fulgor del espejo marino, se quebró, pero en esta ocasión a la inversa, de abajo hacia arriba, del fondo a la superficie. En medio del brillo aparecieron dos cuerpos abrazados en los que no se podía diferenciar quién mantenía a flote a quién.

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