Lágrimas con sal
Zigor Cia Andueza

El sol que se colaba por la ventana me despertó. Tumbado boca arriba calculé que serían las ocho de la mañana y ya sentado en la cama, mientras paseaba la mirada por la habitación en busca de mi segunda zapatilla, comprobé en el despertador que no me había equivocado demasiado. A pesar de estar de vacaciones celebré madrugar, ya que así aprovecharía mejor el día y, sobre todo, podría desayunar con total tranquilidad. Puse la cafetera en marcha, y tras meter en el radiocasete una cinta de Delirium Tremens, abrí de par en par la ventana. Cuando escuché por primera vez este grupo, a las cinco de la mañana en el coche de un amigo, nos hacía más llevadero el madrugón, pero no podía adivinar que me acompañaría el resto de mi vida. El primer avión del día que en pocos segundos aterrizaría en el cercano aeropuerto de Hondarribi, pasó por encima del apartamento y me devolvió a la realidad, haciéndome apartar la mirada de un velero que se adentraba lentamente en el mar, dejando atrás el cobijo del puerto deportivo. Me dispuse a desayunar reclamado por el olor que llegaba desde la cocina y preparé un café con leche acompañado de un buen montón de galletas, que despaché con sumo gusto, tras lo que encendí un cigarrillo. Una vez finalizado mi ritual diario, preparé un bocadillo que metí en un bolso junto a una toalla, me puse el bañador y salí a la calle.
Los tres kilómetros de la playa de Hendaya aparecieron inmensos ante mí, y como tenía intención de ir hasta el final, me acerqué a la orilla, para caminar lentamente hacia allí, ya que al haber entrado a la altura del casino, tendría que andar bastante hasta llegar, lo que resultaba un buen precio a pagar con tal de tener mayor tranquilidad. Jugando con las olas que venían a morir a mis pies, llegué a mi destino y extendí la toalla sonriente, ya que las personas más cercanas a mí eran una mujer que leía un libro bajo una sombrilla y una pareja de jubilados nada escandalosos; lo que me permitiría, por lo menos hasta que viniera más gente, tumbarme, cerrar los ojos y escuchar el ruido del mar. Que no es poco.
Y eso hice, hasta que me acaloré y pensé que era el momento de darme un baño. Tardé en decidirme, pero finalmente me lancé contra una ola con ánimo de romperla, y di unas cuantas brazadas mar adentro, para habituarme a su temperatura. Una vez allí, giré, y miré hacia la playa durante un rato, sintiendo con mis pies el agua fría que se encuentra a mayor profundidad, antes de volver otra vez hacia la orilla. Cuando de nuevo pude mantenerme en pie, tomé aire profundamente, me relamí la sal de los labios y satisfecho, regresé a la toalla. Enseguida desapareció el frescor proporcionado por el relajante baño, ya que el sol iba ganando terreno, y me tumbé para acabar de secarme.
Un pelotazo en la frente me devolvió a la realidad. Tras aceptar las disculpas de su madre, le lancé la pelota a un niño con cara de malo que corría hacia mí, con una paleta en ristre. Aquello se había llenado de gente, así que resignado, me di otro chapuzón para quitarme la arena y de vuelta a la toalla, todavía mojado, cogí mis cosas y me alejé. Sentado en el murete que delimitaba el paseo marítimo, limpié la arena de mis pies y me calcé las sandalias. Después, marché hacia el Castillo de Abbadie. Lo dejé majestuoso a la derecha y donde el camino se arrimaba demasiado al precipicio, a la sombra que ofrecía un solitario árbol, me senté a comer. La vista era preciosa. Podía oírse como rompían las olas contra el acantilado y hasta aquí arriba la brisa llegaba con más fuerza.
Me relajaba respirar el aire del mar. Hacía que se fueran desvaneciendo todas las preocupaciones concernientes a mi trabajo, que eran las culpables de haber planeado así mis vacaciones este verano. Un par de meses atrás comencé a idear el plan de escapatoria. Necesitaba recuperar mis nervios y la mejor manera de hacerlo era huir de la ciudad en busca del mar. Me quedaría todo agosto. Quería sacar conclusiones de lo hecho durante el año y, poco a poco, ir ordenando las muchas ideas que poblaban mi cabeza, en forma de nuevas ilusiones y objetivos a realizar en el nuevo curso. Pero todavía no quería pensar en eso. Regresé sobre mis pasos a la playa y cuando llegué pude comprobar que el escenario era diferente ya que la marea había bajado y bastante más gente rodeaba mi toalla. Tras unos minutos observando al personal, opté por tumbarme, y aprovechando la sombra que me dio una nube pasajera, me dormí.
Desperté con la cara pegada a la toalla por el sudor y levanté la cabeza para girarla y apoyarla del otro lado. La siesta no había sido demasiado larga, pero si lo suficiente como para dejarme un tanto atontado. Hacía buen día, aunque no acababa de romper el calor, lo cual no impedía que la playa siguiera poblada, aunque la tarde ya iba avanzando. Me senté mirando al mar, pensando que sólo un baño remediaría el embotamiento del que era presa, y lo escuché. En ese preciso momento, en el que era imposible estar más relajado y desconectado de todo cuanto tensionaba mi vida, oí aquella voz. Hacía más de cinco años desde la última vez, pero no dudé. No tardé nada en localizarlo, a pesar del trasiego que reinaba en la playa. Pensé que eso era lo que facilitaba su presencia allí. 
Reía a unos diez metros de mí. Tras un par de minutos pensando que hacer, con mi cerebro funcionando a mil por hora, me dirigí hacia el agua, consciente de que pasaría suficientemente cerca como para que él me viera. No sabía si sería lo correcto, pero si era lo que yo quería que pasara. Lo miré con un gesto serio de indiferencia, y se quedo pasmado. Parecía que hubiera visto un fantasma. Ambos apartamos la mirada rápidamente, y yo seguí adelante sin mirar atrás, dejando que fuese él quien decidiera que hacer. 
Cuando tenía el agua por encima de mis rodillas, a los pocos segundos, noté su mano en mi hombro. El griterío de la gente y el rugir de las olas al romper, nos proporcionaban cierta coartada. Me giré y nos abrazamos. El día que desapareció sin despedirse fue lo único que quedó pendiente. Me hizo varias preguntas seguidas a las que yo conteste como pude, ya que estaba totalmente bloqueado. Además, lo importante era saber de él, y él fue quien me lo tuvo que contar, ya que la emoción me impedía articular palabra. Dijo que estaba bien, que estuviéramos todos tranquilos y que lo sentía mucho pero que tenía que irse, que no estaba solo. Yo le agradecí que se hubiera acercado a mí y le dije que comprendía perfectamente la situación. Me despedí de el como siempre hacíamos, con una sonrisa en la boca, pero sabedor de que cabía la posibilidad de no volver a verlo. Fueron dos escasos minutos.
Allí mismo me cagué en esta puta vida. No había pasado un solo día en todo este tiempo en que no viniera a mi cabeza, aunque fuera un solo instante y dolía mucho que todo lo compartido durante años resultara imposible de repetir. La alegría que escapaba a través de su enorme sonrisa solía inundarlo todo y desde entonces siempre había alguna silla que se veía vacía. Dándole vueltas a la cabeza en las horas de mayor desconsuelo, comprendí que tenía que respetar su decisión, ya que pese a que se llevó una parte de mi vida, esa parte también era suya, y tenía todo el derecho a llevársela. Comprendí que si algún día podía, le ayudaría en todo lo posible, como siempre él me ayudó. Además de todos los buenos y malos momentos vividos, eso era lo único que me quedaba y dentro de mí, chocaban los recuerdos que me hacían tenerlo muy presente en mi vida diaria y el deseo de no volver a verlo en los próximos cuarenta años, salvo que cambiasen mucho las cosas, ya que de verlo estaría preso y a la vez, mientras no lo viera, sabía que en otro lugar las sillas, antes quizás vacías, ahora estarían llenas.
Lo seguí con la mirada hasta que subió por las escaleras que llevaban al paseo marítimo y desapareció. Respiré profundamente tratando, sin éxito, recuperar la calma que tanto me había costado conseguir y que había huido sin dar ninguna explicación. Un escalofrío recorrió mi espalda y empujado por un mar irreconocible, que ya no podía ayudarme, me dirigí hacía la arena. Antes de salir me relamí y noté el sabor amargo de mis lágrimas. Eran lágrimas con sal.

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