Primer premio modalidad de castellano 2007

Chocolate y Miel 
(Sara Estébanez)

Entró en la librería y se interesó por el precio de un montón de cosas. Al fín se decidió por un lápiz de dos colores. Pensé: «¿Para qué lo querrá un negro, adulto, con poca pinta de estudiante?». Pagó y me preguntó cómo me llamaba. Y yo, extrañada, «Sonia». Y sin más anestesia, me soltó «Sonia, estoy enamorado de ti. Estoy loco por ti.»
Se me salieron los ojos de las órbitas. ¿Era a mí? Pero me encontraba sola en la tienda, y además había pronunciado «Sonia». Su acento no era especialmente bueno, pero no había duda: se me acababa de declarar.
—Pero… ¡si no me conoces! ¿Cómo puedes decir eso?
Y entonces relató que llevaba mucho tiempo pasando por delante del escaparate cada tarde al terminaba de trabajar. Que entraba a veces a preguntar precios. Que venía con un amigo porque le daba vértigo estar a solas conmigo. Por eso él mismo no podía entender de dónde había sacado el valor necesario para emitir esa declaración de amor.
«Tan contundente, por otra parte», pensé yo. Ni un «¿quedamos a tomar una cerveza?», ni un «¿Haces algo especial este sábado?». Así, a bocajarro. «Estoy enamorado de ti».
No creo haber oído algo parecido en mi vida. Siempre había sido yo quien daba los primeros pasos e intentaba convencer al chico del momento. Sin resultado, por cierto. Por eso he llegado a los treinta y pico solita, aunque con la ilusión intacta, no crea.
Perdone, que me voy por los cerros de Úbeda. Vuelvo al primer día. Como era la hora de cerrar le pregunté cómo se llamaba (Saúl me contestó), y le pedí su número de teléfono. No sé por qué lo hice. Supongo que cualquier otra mujer lo habría mandado con viento fresco, cajas destempladas y una sartén para freir los espárragos, pero soy como soy, y no puedo pegar patadas en el culo a quien viene de buena fe. Prometí llamar en cuanto tuviera un rato libre, cosa que sucedió esa misma tarde. ¿Qué hacer en esa hora y media ociosa que me quedaba después de comer? ¿Quedar con una amiga, como siempre, a tomar un cafecito (descafeinado, con leche desnatada y sacarina), o lanzarme a la piscina color chocolate? Cualquier otra mujer habría elegido la opción «A», pero como me gusta el riesgo y estoy harta de mi vida monótona, opté por la «B».
 Contestó a mi llamada todo nervioso, quedamos, y antes de colgar me dedicó un «Sonia, te quiero» susurrado que me enterneció y provocó risa todo en uno.
Y esas mismas tres palabras fueron las primeras que pronunció al encontrarnos: «Sonia, te quiero». «Gracias, Saúl», le contesté.
Estaba impecable, la verdad. Una bonita camisa que resaltaba sus musculosos hombros, y un colmillo colgado de una cadena que le daba un toque étnico, de raíz.
Paseamos y no dejé de escuchar ardientes palabras y profundos sentimientos.
—Llevo mucho tiempo sin dormir bien porque no paro de pensar en ti. No descanso, no como. Te amo hasta la locura. Estás todo el día en mi cabeza. Sueño contigo, con abrazarte. Te quiero. Estoy loco por ti. ¿Cuándo sentirás tú lo mismo?
—Pero, Saúl. ¿Cómo puedes decir eso si no me conoces? Yo tampoco te conozco a ti, y no puedo quererte así, de sopetón.
Y más o menos de esa guisa continuamos un buen rato.  Opté por cambiar de táctica y explicarle que, en el mejor de los casos, si me iba a Camerún con él perdería mi libertad. Libertad un tanto relativa, lo reconozco, porque vivo con mi madre viuda y enferma, y bastante controladora, por cierto. Él insistía en que no habría problema, que no quería volver a su país, que hacía cinco años que vivía en Europa y no tenía intención de moverse. Además, pensaba yo, con sus 23 añitos, ¿por qué me ha elegido a mí, que le paso más de dos lustros?
—Las chicas jóvenes son un saco de problemas. No quiero líos. Tú eres tranquila.
Nos sentamos en un banco a beber una cerveza, y sacó del bolsillo de su camisa un par de «Kinder Bueno», uno de los cuales me regaló como una ofrenda a una diosa.
—¿Te gusta el chocolate?
—La verdad es que me encanta –contesté– lo mismo fundido que sólido; igual me da negro que con leche. Me vuelve loca.
—A mí también. En mi país se produce mucho cacao. ¿Has visto que mi piel es del color del chocolate? Vosotros nos llamáis negros a todos, pero hay matices.
No crea que hablaba tan bien el castellano. Simplemente se lo estoy contando así para que lo entienda, pero estos diálogos tuvieron lugar en francés. Pone los pelos de punta que te digan «Je t’adore», porque «Te adoro», quedaría hasta cursi. Y mi nombre, en sus carnosos labios, sonaba como «Soniá». Ya sabe, en plan francés.
Otra vez me he desviado del tema, me he perdido en mil circunloquios.
Retomo. Esa primera cita transcurrió más o menos así, con algunos cientos de piropos más. Y me hizo mucha gracia que decidiera llamarme «mi miel», supongo que por mi color. Lo más chocante es que me llamaba todo junto «Soniá-mon-miel». ¡Qué curioso!


Pasados unos días se me presentó en la tienda a la hora de cerrar con un amigo recién llegado de Alemania. Se llamaba Duncan. Duncan vino, expresamente, con dos misiones: certificar que su amigo Saúl no paraba de hablar de mí y que susurraba mi nombre en sueños, y la otra, hacer de notario y dar fe de que yo merecía la pena, y que era tan guapa como Saúl le había contado. Creo que quedó muy satisfecho con el reconocimiento visual, e incluso Saúl le señaló expresamente mi tripa, que le volvía loco. Cuando se me veía un centímetro entre el pantalón y la camiseta, él creía morir de gozo. ¡Mierda! ¡He tenido que usar esa expresión! ¿Sería tan amable de pasarme un kleenex, por favor? Mil gracias y perdón.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La visita de Duncan. Saúl le había conseguido trabajo, también en la construcción. No sé si se fijó usted que Saúl trabajaba poniendo ladrillo caravista. Dicen que se le daba de maravilla. Lo pasaba bien trabajando, porque se llevaba estupendamente con todos. A menudo me llamaba en sus ratos de descanso: a media mañana o a la una, cuando iban a comer. Y no contento con hablar él conmigo, pasaba el teléfono a todos los compañeros que tenía cerca, de pura emoción. Y la verdad es que a una se le sube el ego. Yo nunca me había considerado muy importante, pero después de esas conversaciones me miraba en el espejo del baño y parecía tener más luz interior, como si mi cuerpo emanara una energía muy especial. Ahora ya no. Ahora ya me he apagado... ¿Puede acercarme otro kleenex, por favor?
Gracias. Nos fuimos conociendo un poco más. Saúl quería que pasáramos una noche juntos, ya se imagina usted…Bueno, realmente quería vivir el resto de sus días conmigo, era muy apasionado, ¿sabe? Lo quería todo y lo quería ya.  Yo iba estirando de las riendas, pisando el freno… Porque se lanzaba. Ya había llamado a su madre a Camerún para decirle que tenía novia, la chica más guapa de Europa, según él. Ya estaba haciendo planes para que tuviéramos un rebaño de mulatitos.
Y así fueron pasando las semanas, entre cervezas, piropos en francés y ardientes palabras, siempre, con su buena dosis de cacao. Preparábamos auténticas orgías de chocolate: negro con naranja, relleno de moka, con leche y almendras…
Se acercaba un puente de esos monumentales, en los que increíblemente podía cerrar la tienda durante varios días. Él tampoco trabajaba, y además iba a ser su cumpleaños. «Una oportunidad única», pensé. «Puedo hacerle un regalo que recordará toda su vida». Dudé. Dudé durante muchos días. Pedí consejo a mis amigas. Todas me decían que no lo hiciera, pero aun así, me decidí. Pensé, «Sonia: ahora o nunca». Lo primero de todo fue enfrentarme a mi madre. ¿Qué iba a hacer ella sola el largo fin de semana? ¿Con quién me iba? ¿Me parecía bonito perderme por ahí con un hombre, y encima negro?
No me quedó más remedio que hacerme fuerte en mi decisión y mandar a la porra a mi madre, por una vez en la vida. No me importaba equivocarme y darme cuenta de que no teníamos nada que ver el uno con el otro.  Yo lo que quería era disfrutar de un descanso con alguien que me quisiera y que no me vampirizara como mi madre. Quería sentirme dueña de mis actos, aunque acabaran mal. Necesitaba ejercer mi derecho a elegir, aun a sabiendas de que podía meter la pata hasta el muslo.
Por eso reservé unos días en una casa rural. Quería darle la sorpresa de su vida. Iba a llamarle para quedar esa misma tarde y entregarle en mano la reserva en un sobre precioso que le había preparado. Con mi mejor letra escribí «Mon Chocolat» (Mi chocolate. Ya sé que parece cursi, pero me apetecía en ese momento). Esperé hasta la una paseando como leona enjaulada por mi tienda, mirando una y otra vez el sobrecito. En cuanto sonó la señal horaria en la radio, marqué su número, y esperé, esperé… Un tono, otro y otro más… No cogía… Luego me llamaron ustedes de la comisaría…
—Siento mucho haber tenido que comunicarle una noticia así, señorita, de verdad. Pero la última llamada de su móvil era «SoniaMonMiel», y decidimos comentárselo a usted, puesto que él no tiene parientes en el país. Los compañeros cuentan que era la una y acababa de sonar la bocina que indica el descanso. Saúl estaba aún en el andamio, un quinto piso, quitándole el papel a una chocolatina. En ese momento le sonó el móvil y se puso nervioso porque se le atascaba en el bolsillo. Consiguió sacarlo, aunque el teléfono salió despedido. Saúl intentó cogerlo en el aire, pero el chocolate se lo impidió. Hubo un segundo de confusión y al abalanzarse para recuperar el móvil cayó al vacío. Aunque las ambulancias llegaron en cinco minutos no se pudo hacer nada por él. Estaba sujetando con una mano su chocolatina y con la otra, el teléfono. Y parecía sonreir.
–Páseme la caja de kleenex, haga usted el favor.     
          Zure Eztia                                             

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