Primer premio modalidad de castellano 2009

Lejos de casa
Carlos Bajo Erro

Ella nunca llegó a entender que la curiosidad de su hijo le obligase a alejarse de la familia y él no pudo comprender que su madre no apoyase sus esfuerzos por construir el futuro. Se despidieron sin decirse nada. Ella no le dio la bendición que hubiera deseado y él no le expresó su agradecimiento. En realidad, el chico no lo hizo porque eso habría desvelado sus planes. La madre no pudo saber que aquella mirada tierna que descubrió en su hijo la noche en la que se marchó era, en realidad, lo más próximo a una despedida que ambos tendrían.
El muchacho había buscado en su madre la aprobación para su proyecto, pero no consiguió convencerla. Ella no llegó a aceptar los argumentos del chico que consideraba que debía buscar el sustento para la familia en Europa. Cuando el padre desapareció con una nueva esposa más joven, la mujer se resignó y él se puso al frente de la pequeña familia, su madre y sus dos hermanas gemelas. Sobrevivir se había ido haciendo cada vez más complicado y continuamente llegaban noticias de otros jóvenes que habían dejado atrás el pueblo. Esa era la única posibilidad de mejorar. La madre le escuchó paciente y después le dio una respuesta inequívoca. «De ninguna manera», le dijo. La conversación quedó zanjada de esa manera.
Él se desilusionó por la falta de apoyo, pero no se rindió y terminó recuperándose del traspié para preparar el viaje. Ella era consciente de que su hijo no se echaría atrás sólo por su respuesta seria y sabía que seguiría adelante con sus planes. Sin embargo, en la casa nunca volvió a hablarse de aquel proyecto descabellado.
Una noche, él salió de su habitación de manera sigilosa se fue a una de las esquinas del patio y cuidadosamente retiró algunos trastos viejos que había abandonados, para llegar hasta una bolsa de deportes. La había escondido allí hacía unos días. Sabía que con su madre toda precaución era poca e, incluso, dudaba de que a la mujer no le hubiese parecido sospechosa la mirada que había cruzado ante de ir a acostarse. Con la bolsa, saltó el muro del patio, ni siquiera quería abrir la valla. Su madre era capaz de percibir el más mínimo chirrido. Despacio, se fue alejando de su casa por la calle arenosa. No había nadie, todavía era noche cerrada. Él era poco más que una sombra.
Por la mañana ella descubrió sin aspavientos la cama vacía de su hijo y supo que había llegado el momento. No necesitó ninguna explicación y no le cupo la menor duda de que el chico había puesto en marcha su plan de fuga. Se quedó embelesada mirando la cama revuelta y vacía. Se le apareció en la mente como un nido, con los pliegues irregulares de las sábanas. Alargó la mano y le pareció que la cama todavía conservaba la tibieza del cuerpo de su hijo. Daba igual que fuese o no verdad.
Las cavilaciones habían hecho que su mente se convirtiese en una especie de entorno pastoso en el que nada se movía con facilidad, en el que los pensamientos apenas se esbozaban vagamente antes de sumergirse en una lava informe, en el que no llegaba a dibujarse una teoría completa, clara. Su cabeza estaba congestionada por la sorpresa y, de repente, entre aquel amalgama destacó la mirada de su hijo, la de la noche anterior, justo antes de despedirse. Y en ese momento comprendió que era precisamente eso, una despedida. Había visto en sus ojos un brillo extraño que atribuyó al cansancio de toda la jornada. Le pareció descubrir una profundidad mayor que de costumbre y pensó que era el resultado de las preocupaciones que el muchacho se había echado sobre las espaldas.
Mirando las paredes de la habitación prácticamente vacía consiguió que entre aquella masa viscosa se abriese paso la idea de que la vida en aquella casa había cambiado para siempre. Por un momento renegó incluso de su hijo. Entre la maraña de pensamientos despuntó un cierto rechazo, la sensación de que el chico había huido, se había desentendido de la responsabilidad, deslumbrado por las habladurías que llegaban de Europa, algo parecido a lo que había hecho su padre que se fugó detrás de la juventud. Saldría adelante. Igual que lo hizo sin un marido, lo haría sin un hijo.
Ante el viejo aparato de música que descansaba en silencio sobre una mesa, la congestión mental de la mujer no pudo ahogar el recuerdo de su pequeño risueño, alegre, bailando y cantando. Esa imagen le llevó hasta otra en la que veía a su hijo más maduro, cuando ella le explicó que su padre se había ido y que no tenía ninguna intención de retenerle, de reclamarle que hiciese frente a su responsabilidad. En aquel momento, el chico escuchó silencioso y respetuoso y sin aspavientos se puso manos a la obra. De la noche a la mañana se hizo un hombre, trabajador, serio y juicioso. Descubrió que sus pensamientos eran contradictorios y que en medio de aquella confusión lo que realmente le preocupaba era la soledad. De nuevo, la sensación de abandono. Y otra vez como ya había hecho antes se resignó.
Sólo la llegada alborotada de las pequeñas le sacó del ensimismamiento. Las niñas rompieron el silencio requiriendo su atención y preguntando por su hermano, al que tenían un apego infantil, una admiración familiar, sin demasiados argumentos.
Unas horas después, cuando anocheció otra vez, el chico caminaba con el agua del río hasta la cintura. Iba hacia la piragua que le esperaba y llevaba sobre su cabeza la bolsa de deportes en las que llevaba su poca ropa. El muchacho sólo percibía a su alrededor un suave oleaje. Los que se dirigían hacia la embarcación se deslizaban sigilosos medio sumergidos como una especie de hilera de discretos espectros.
El chico se deshizo primero de su exiguo equipaje y se agarró después a la estructura de la barca. Antes de darse el último impulso para salir del agua lanzó una última mirada a la costa. Allí había nacido y ahora la dejaba atrás con ese simple ejercicio. Apenas se veía la silueta de los espectaculares árboles que crecían en la orilla. Los baobabs creaban poco más que una mancha oscura de formas sinuosas y redondeadas. 
A pesar de que en plena noche el paisaje era muy indefinido, el chico no pudo evitar acordarse de sus dos pequeñas, las hermanas que habían quedado en la casa. Y, evidentemente, dedicó un recuerdo a su madre. Sólo esperaba que, al margen de su rechazo, ella llegase a entender aquel proyecto que había iniciado por su cuenta.
Nunca se había opuesto a ninguna de sus instrucciones. La obediencia era total. Sin embargo, desde que su padre desapareció, él era el responsable de la familia y eso implicaba también tomar decisiones. ¿Qué futuro podían esperar las pequeñas? En el pueblo todo era limitado, él ya lo había intentado todo y no había posibilidad de mejorar su situación. Había puesto todo el esfuerzo pero, simplemente, no había nada que hacer. Afuera, sin embargo, estaba todo por descubrir. Se sentía como un pionero.
No permitiría que sus hermanas se casasen con cualquiera sólo para sacarlas de casa, para que ellas pudieran sobrevivir y la familia vivir más desahogada. Todavía colgado de la estructura de la piragua se convenció de que había puesto toda la carne en el asador y que lo había hecho por el bien de todos. Con un suave balanceo la barca se fue alejando de la costa senegalesa y el chico se despidió de ella, en aquella noche negra en la que apenas se distinguían los árboles de la orilla. El resto de viajeros miraban también hacia la línea de la playa en silencio.
Durante varios días, la mujer siguió quedándose ensimismada mirando la cama deshecha de su hijo. No tenía fuerzas para tocar la habitación. De alguna manera, mantenía la esperanza de que su hijo volviese. De su primera reacción de enfado ya no quedaba nada y, pasados los días, sólo quería que el chico regresara. No le importaba lo más mínimo cuáles habían sido las razones por las que se había ido.
Habría pasado casi una semana desde la noche en la que el chico desapareció, cuando un niño llegó corriendo a la casa y advirtió que había una llamada para ella de parte de su hijo. La mujer se quedó en silencio y el mensajero no se movió de la puerta esperando una respuesta. A ella le pareció desconsiderado y le hizo un gesto despectivo con la mano para que se fuera. Una llamada de parte de su hijo no era, necesariamente, una llamada de su hijo y eso le daba pánico.
Cuando se quedó sola, la mujer pensó en que había tres posibilidades. Una era que la policía lo hubiese interceptado antes de que pudiera alejarse de la costa; otra, que hubiese llegado a Europa y llamase desde allí, para decir que estaba bien; y la última, que algún compañero de viaje tuviese el encargo de comunicarle que el chico no había podido concluir la travesía. Ante esa posibilidad, la mujer no se vio capaz de ir a contestar el teléfono y continuó, en silencio, mirando fijamente las sábanas revueltas de la cama de su hijo.

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