Primer premio modalidad de castellano 2008

Corazón de tango

(Alain Unzu)


Cogí carrerilla y salté. Instintivamente levanté la mirada al cielo y perdí de vista las amarillentas hojas del enorme sicomoro plantado ante la muralla. Por un momento, las estrellas dejaron de titilar y yo cerré los ojos. Supongo que sería ese un gesto de despedida de los astros hacia mí. Un hasta luego quizás. Había oído historias que hablaban de las almas de los muertos que vagaban por el espacio buscando su lugar entre las estrellas. Nunca busqué explicaciones a la vida y por eso me pareció descortés exigírselas a la muerte.
Y me sorprendí paseando por el cementerio de la mano de mi padre bajo la sombra de las moreras aparasoladas, con un atado de dalias amarillas recién cortadas para lucir sobre la lápida de mamá, degustando las terrosas pastillas de chocolate casero que la tía me ofrecía al llegar de la escuela y saltando sobre los charcos del primitivo empedrado intentando mojar los breeches de pana verde que con tanto disgusto creía recordar. Aprecié las sonrisas clandestinas de Leticia, la novia rubia del jefe de la clase, en los recreos lluviosos del mes de abril, y la recordé agarrándome la mano con ternura entre los abrazos sentidos de los compañeros de clase mientras acompañábamos el féretro de papá sorteando los cipreses enlutados de aterradora figura.
Redescubrí entre mis labios el amargor de las ciruelas verdes y la dulzura de los besos de María, el olor de los olivos florecientes y la fragancia de la tierra húmeda. Me estremecí al sentir la llovizna vespertina mientras paseaba con Laica, mestiza de mil perros y fiel como nadie pueda serlo jamás, mientras ladraba feroz a las inmensas bandadas de tordos desterrados de todo lugar y que en todo lugar arrasaban cosechas, más por orgullosa venganza que por pura necesidad, ante la inerte mirada de inocentes espantapájaros.
Me conmoví al reconocer las determinadas pruebas de amor que Cristina me demostró durante el tedioso segundo grado y me enfurecí ante mis altaneras respuestas, mientras creía volar sobre los campos recolectados, soportando el opresivo calor de las tardes muertas de agosto.
Y dejé de respirar. Al menos no tenía conciencia de estar aspirando oxígeno hacia mis pulmones. Esperaba un tremendo impacto contra el vetusto adoquinado, pero no sentía dolor alguno. A través de mis parpados cerrados seguía evocando acontecimientos que apenas recordaba haber vivido, pero ahora los sentía tan cercanos en el tiempo, tan poderosos en mi memoria, que era imposible dudar que los hubiera disfrutado. Era yo el protagonista de mi vida, asomándome al pasado en una artesanal filmación en un bucle intemporal de realidad y nostalgia, de vivencias y simulacros.
Como la descarga final de una noche de fuegos de artificio, un torrente de imágenes corrieron ante mí. Y me descubrí tumbado en la noche, hipnotizado ante la inquebrantable voluntad de las perseidas, destapando amaneceres, sorteando lejanías, caminando por el arremolinado cielo de llameantes estrellas que Van Gogh inmortalizara en la soledad de su tempestuosa cordura. Me sorprendí radiante entre la multitud festiva de una mañana de mercado, navegando entre sueños, surcando colinas y caminando mares; de mar y de tierra, de fuego y de aire.
Abrí los ojos y caminé hacia la luz. Me sentía diáfano ante las emociones.
Y todo regresó a su lugar. Se encajaron las piezas erradas, manaron de los cielos las extraviadas y como en un puzzle concluido, todo lo percibí con la franqueza de las verdades absolutas, comprendiendo el vacío que supone la muerte y el dolor en que se transforma la soledad.
Avancé hacía la luz que acogedoramente me abrazaba mientras las guitarras de Doctor Deseo golpeaban en mi mente y la sugerente voz de Francis me despedía susurrando mentiras, o quizás verdades.
 «Vamos a engañarnos y dime mi cielo que esto va a durar siempre».


       

No hay comentarios:

Publicar un comentario